Ciega, y sin sentido del oído; aunque este segundo padecer era bajo mi consentimiento y mi constante esfuerzo, pues no me interesaba escuchar las voces en mi interior, no las quería, te quería a ti y ellas solo pasaban el tiempo gritando: vete. Sólo me interesaba el tacto, a tu lado creo que fue mi sentido favorito; sentir, sentirte: sentir tus manos, tu piel, tus labios en mí, tu respiración. Era todo, eso era todo, mi todo. Estabas, ‘querías estar’ no había nada más. No al menos algo que me interesara. ‘Estabas ahí’, estaba ahí, ‘estábamos’. ¿Qué más podría importarme?
Vaya cagada.
Estaba jodida (y lo sabía, creo eso es lo peor de todo esto),
La culpa es mía, no tuya, no de alguien más. Éramos tú y yo (aun siento emoción al leer algo que nunca fue). El problema es que estuve, estuve demasiado para variar, estuve por completo, completa, tanto que al final deje de estar. Me silencié, me ignoré, me perdí. Me perdí para tenerte. Por tener algo que nunca quiso pertenecer. Me olvide de esa ley de vida: Poseer algo, cualquier cosa, es un vano padecimiento. Aunque yo nunca quise poseerte, te quise libre pero conmigo, disfruto tanto la libertad que no podría quitarla, porque vamos, sería uno más de mis padecimientos y de esos tengo hasta para regalar. Sin embargo, me enfermé, digamos que algo en mi despertó, pero no para ser amable, no para ser una buena compañía sino para ser un peso. Es increíble lo que un simple acto de supervivencia pudo ocasionar. Ahora vendría bien dejar de joderme, de mandarme a la basura para ser escupida, para escupirme también, joder; para limpiarme toda esta porquería que siento encima. Necesito ver, necesito encontrar el camino que por ciega perdí. Entonces es así como termina. Necesito escuchar las voces de mi interior, espero que al tener por fin esa oportunidad se cansen y dejen de hablarme, de ti.
En las sombras, de Erica Arana